El autor de éste trabajo es el C. P. N. Don Pablo Emilio Palermo,nacido en Bs.As. en 1967.
En 1992 egresó de la Fac de Ccias Económicas con ese título. Ha publicado:” Esteban Echeverría,historia de un romántico argentino”.(2000)-“El hombre de Mayo: memorias del Brig. Gral. Don Cornelio de Saavedra”(2003)-“Sarmiento en el Estado de Bs.As.”(2007) y “Los viajes de la vejez de Sarmiento”.(2009).
Es colaborador de las revistas:”Todo es Historia”, “Proa”, “Letras de Bs.As.”, “Historia” y “Círculo de la Historia”.
Es miembro del Instituto Sarmiento de Sociología e Historia y de la Asociación Sarmientina.
El 5 de abril de 1877, día del 59º aniversario de la batalla de Maipo, el presidente de la Nación, Dr. Nicolás Avellaneda, invitó a los argentinos a repatriar los restos mortales del general José de San Martín, que yacían en la bóveda familiar del cementerio de Brunoy desde 1861. Aquel día recordó Avellaneda en una magnífica pieza literaria las victorias de Chacabuco y Maipo y la proclamación de la independencia del Perú. La espada de San Martín representaba “la acción exterior de la Revolución de Mayo, saliendo de sus límites naturales, abarcando la mitad de la América con sus vastas concepciones y contribuyendo con sus generales y soldados a sellar la independencia de muchos pueblos”. Las victorias de San Martín eran “los lampos de luz que circundan el nombre argentino; y mostrando sus trofeos que fueron pueblos redimidos, nos cubrimos con sus esplendores para llamarnos Libertadores de Naciones”. Pero ¿dónde se hallaba su tumba para rendirle honores fúnebres? Por cierto que ni en Yapeyú, ni en la Plaza del Retiro, ni en la cuesta de Chacabuco. La América independiente no mostraba “el sepulcro del primero de sus soldados” y la República Argentina no guardaba “los despojos humanos del más glorioso de sus hijos”. La reparación debía ser inmediata: una ley de 1864 autorizaba al Poder Ejecutivo para hacer los gastos que demandase la traslación de aquellas gloriosas cenizas a la República Argentina. “En nombre de nuestra gloria como Nación, invocando la gratitud que la posteridad debe a sus benefactores, invito a mis conciudadanos, desde el Plata hasta Bolivia y hasta los Andes, a reunirse en asociaciones patrióticas, recoger fondos y promover la traslación de los restos mortales de Don José de San Martín, para encerrarlos dentro de un monumento nacional, bajo las bóvedas de la Catedral de Buenos Aires”.
Luego de trazar la abnegación del héroe tras la entrevista de Guayaquil, Avellaneda indicó que San Martín “fue a refugiarse durante treinta años en el silencio como en una tumba” para que el General Bolívar, “más afortunado, completara, sin celos ni rivalidades, la obra de la independencia americana”. El Presidente invitaba a sus conciudadanos a dar cumplimiento a la sencilla cláusula testamentaria del genial guerrero: “Desearía que mi corazón fuese depositado en el cementerio de Buenos Aires”. “Las cenizas del primero de los argentinos, según el juicio universal, no deben permanecer por más tiempo fuera de la patria. Los pueblos que olvidan sus tradiciones pierden la conciencia de sus destinos, y los que se apoyan sobre tumbas gloriosas, son los que mejor preparan el porvenir”.
La proclama presidencial fue recogida con simpatía hasta por la prensa hostil al Gobierno. Una Comisión Central presidida por Mariano Acosta, vicepresidente de la Nación, fue la encargada de reunir el dinero para la traslación de los restos y la erección de un mausoleo en la Catedral Metropolitana. Salvador María del Carril, presidente de la Corte Suprema de Justicia, encabezo la lista de suscripción. Pronto lograron reunirse más de cien mil pesos fuertes. En la velada literaria del 25 de mayo en el Teatro Colón hablaron José Manuel Estrada y el general Nicolás de Vega; se leyeron textos de Bartolomé Mitre, Juan María Gutiérrez y creaciones poéticas de Estanislao del Campo, Martín Coronado y Olegario Víctor Andrade, quien presentó su conmovedor El nido de cóndores.
¡Cuántos recuerdos despertó el viajero
en el calvo señor de la montaña!
[…]
¿A dónde va? ¿Qué vértigo lo lleva?
¿Qué engañosa ilusión nublan sus ojos?
¡Va a esperar del Atlántico en la orilla
los sagrados despojos
de aquel gran vencedor de vencedores,
a cuyo sólo nombre se postraban
tiranos y opresores!
[…]
¡Y allá estará! Cuando la nave asome
portadora del héroe de la gloria;
cuando el mar patagón alce a su paso
los himnos de victoria,
volverá a saludarlo, como un día
en la cumbre del Ande,
para decir al mundo:
– “¡Este es el grande!”
El 14 de enero de 1878 Avellaneda decretó feriado nacional para el día 25 de febrero, Centenario de San Martín; el Dr. Manuel Quintana fue nombrado presidente de la comisión de homenajes. El 24 de febrero en la fiesta literaria del Teatro Colón, Mitre dio a conocer su trabajo Las cuentas del Gran Capitán.
“Han pasado cien años, y la aurora de la inmortalidad se levanta a la vez sobre una cuna y una tumba, como esos dobles resplandores polares, que en medio de la noche devuelven al ecuador, en forma de coronas de fuego, las luces magnéticas que se condensan en los extremos del mundo y de las edades.
[…]
El día que repatriemos sus huesos desterrados, el día que los abracemos con amor, y con palmas en las manos los confiemos al seno de la madre fecunda que los crió; en ese día se habrá cerrado el balance de la histórica cuenta, porque sólo entonces descansarán en el blanco seno de nuestra Patria los huesos quebrantados del último de sus grandes proscriptos de ultratumba”.
El 25 de febrero de 1878 el pueblo de Buenos Aires rindió tributo a San Martín en su centenario. Al pie de la estatua del Retiro hablaron el Dr. Manuel Quintana, el general Bartolomé Mitre y el Dr. Avellaneda. Se encontraban los guerreros de la Independencia “que se habían presentado voluntariamente, venciendo edad y dolencias, para hacer su última guardia”. “Esta escena es solemne como una sentencia histórica -improvisó el Presidente- y es al mismo tiempo contemporánea y tocante, como el adiós dado a un moribundo”. Dirigiéndose a los veteranos expresó Avellaneda: “Visteis el laurel del triunfo, tras de combates sangrientos, ciñendo la frente del insigne vencedor, y supisteis por su ejemplo, que la esplendente corona del guerrero ilumina, y no calcina sus sienes, cuando éste sigue los sentimientos del patriotismo y cumple la ley del honor”.
“¡Gloria para el general argentino Don José de San Martín en las esferas superiores de la tierra -concluyó el orador-, donde habitan las virtudes excelsas del patriotismo y el heroísmo, la gratitud y entusiasmo de los pueblos!
¡Gloria para él en las alturas serenas de la Historia!”
La conciliación de los partidos políticos ensayada por Avellaneda había resultado en aquellos días de fiesta “un noble sentimiento”. El arzobispo Aneiros cantó el Te Deum en la Catedral Metropolitana, al que asistieron el Presidente y sus ministros. En la nave derecha se bendijo y colocó la piedra fundamental del sepulcro que allí se construiría para conservar los despojos del héroe. El 16 de septiembre la Comisión Central en sesión extraordinaria se decidió por el proyecto de mausoleo presentado por el escultor francés Carrier-Belleuse, residente en París.
El 20 de mayo de 1880, en medio de los serios enfrentamientos que por entonces protagonizaban las fuerzas de la Nación y las de Buenos Aires, el Gobierno recordó el centenario del nacimiento de Bernardino Rivadavia. El día fue decretado feriado; hubo Te Deum y los buques dispararon salvas.
El 22 de abril de ese año el transporte de guerra Villarino había partido de El Havre con los restos mortales del Libertador San Martín. El pueblo uruguayo le rindió honras fúnebres el 24 de mayo en el templo metropolitano de Montevideo. El 28 de mayo el barco echó anclas en la rada interior de Buenos Aires; una multitud aguardaba la llegada del féretro. Habló Domingo Faustino Sarmiento. El cortejo marchó hasta la Plaza San Martín y allí habló el presidente Avellaneda. “La obra de glorificación es completa”, dijo. “Tendamos ahora a los pies de la estatua los despojos inmortales del Gran Capitán, que vienen desde lejanas regiones, conducidos por la gratitud de su pueblo. Están cubiertos, no con el paño del sepulcro, sino con la bandera que su brazo tremoló victoriosa en los Andes, y que es el sudario de su gloria”. San Martín tuvo un único pensamiento, recalcó Avellaneda: la independencia de América. Y ese pensamiento gobernó su conducta.
“La América mostrará, entre sus monumentos, el sepulcro del primero de sus soldados. La República Argentina guardará los despojos del más glorioso de sus hijos. Seis naciones viven independientes dentro de las líneas trazadas por la espada del Gran Capitán”. “Vuestro último voto se encuentra cumplido -habló Avellaneda a la sombra de San Martín-. Descansáis en vuestra tierra. Levantaos para cubrirla. […] Señor: proteged la independencia de nuestra Patria y la santa integridad de su territorio contra todo enemigo extraño. ¡Que vuestro brazo invisible trace murallas de fierro en las fronteras, para que la bandera que hicisteis flamear en las cumbres más excelsas de la Tierra, no sea jamás uncida al carro de un vencedor!”
Tras el discurso del vicepresidente Mariano Acosta y del ministro peruano Evaristo Gómez Sánchez, el sarcófago fue trasladado por la calle Florida hasta la Catedral y allí recibido por el arzobispo Aneiros. En nombre de la Comisión Central de Repatriación habló el teniente Pablo Riccheri. Al día siguiente se ubicó al ataúd en el mausoleo levantado en el templo.
Bibliografía
AVELLANEDA, NICOLÁS. Discursos selectos. Prólogo de Delfín Gallo. Buenos Aires: W. M. Jackson Inc., 1945. (Grandes Escritores Argentinos, 17).
MAYOCHI, ENRIQUE MARIO. “El definitivo retorno del Libertador”. En Todo es Historia. Nº 159 (agosto 1980).
PÁEZ DE LA TORRE (H.), CARLOS. Nicolás Avellaneda: una biografía. Buenos Aires: Planeta, 2001. (Historia Argentina).
En ésta obra, nos habla de la repatriación de los restos del Libertador desde Francia merced a una gestión del presidente Dr. Nicolás Avellaneda en 1880